Esperanza


Cada atardecer mis amigos saltan a robar al huerto del tío Galindo. Dicen que, como es tan cabrón y tan millonario, pues que no pasa nada. Pero yo les digo que robar es robar, así que me quedo fuera, vigilando. Mi tarea es fácil, a esas horas en que cae la luz, el hombre siempre permanece en el mismo rincón, embobado, justo donde no tiene nada sembrado. Y yo también me quedo lelo mirándolo, la verdad, jugando a adivinar sus pensamientos.

Gracias a su huerto, tío Galindo es el viejo más rico del pueblo. No os penséis que tiene enormes calabazas, ni sandías de 20 kilos, ni tomates gigantes. Al revés, sus plantas dan frutos minúsculos pero, eso sí, a millares (sí, sí, a millares), y el proceso de plantación es bastante sencillo. No necesita regar, ni labrar, ni abonar. Él simplemente siembra un tomate entero, sin sacarle las semillas ni nada, y al poco tiempo le sale una tomatera plagada de tomates Cherry. O entierra un pepino, y enseguida cosecha miles de pepinillos. O planta un jamón, y en un plis plas brotan montones de jamoncitos. O una moneda de dos euros, y entonces germinan miles y miles de céntimos. Como imaginaréis, este último cultivo es el que más les gusta a mis amigos. Aunque intentan que no les pille porque, como digo, el señor tiene muy mala leche. Algunos dicen que su mal carácter es debido a que doña Esperanza, su esposa, nunca le dio hijos. Otros elucubran que es porque la buena mujer, cierto día, desapareció sin dejar rastro.

El caso es que yo cada tarde me entretengo aquí, hipnotizado, viéndole observar ese trozo de tierra vacío, durante horas y horas. Esperando quién sabe qué.

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