ESCUCHANDO EL CIELO
¿Qué llevarán? Esa es la pregunta importante.
El escuadrón atraviesa imparable
el cielo europeo, rumbo al nordeste. Un objetivo fijo, un viaje largo, un
desenlace incierto. Lo que suceda cuando todo acabe, cuando cese su movimiento,
forma parte de ese alocado tejido de incógnitas llamado futuro. Pero ahora, en
el momento presente, lo único real, lo único que reclama la atención de todos
es el perfecto dibujo que trazan en el firmamento, provocando esa secuencia
idéntica: oídos que perciben, cuellos que se giran, miradas que se hechizan. Y,
por último, la gran pregunta: ¿qué llevarán ahí?
Una enfermera de un país cualquiera
ha comentado que ya llevaba varios días intuyendo que pasarían. Algo parecido han
murmurado, en otro lugar del recorrido, una modista, un carpintero y un
agricultor (este último, ha añadido sabiamente que quizá sea algo pronto, que
el mundo se ha vuelto loco). Y en otro país, aún más cercano al objetivo final,
la novia de un militar también ha observado la formación en flecha y no ha podido
evitar que una punzada le atraviese el estómago.
Sin embargo, y a pesar de lo que
el cruel dibujo pueda suscitar, los espectadores van quedándose todos con una
sonrisa. Con un regusto dulce, iluso, casi infantil. Incluso hay quienes dicen
que el escuadrón en V en realidad viaja
recopilando deseos, recuerdos, pedacitos de cada una de esas almas que han sido
capaces de escuchar el cielo y observar su majestuoso viaje. ¿Será eso lo que portan?
Algo más adelante, sobre un monte
cercano a la frontera de fuego, el ornitólogo Viorel Adrián lleva horas aguardándolas
y, al fin, comienza a observarlas a través de sus prismáticos. Sí, es la
bandada de siempre, la que todas las primaveras atraviesa Rumanía, pero… ¿qué
es eso que llevan? Muchos colegas del sur se lo habían avisado, le habían
asegurado que el grupo de grullas llevaba algo entre sus garras. Algo que no han
soltado en ningún momento y que parece haber crecido durante el viaje. Pero no
lograba creérselo… hasta ahora.
“¡Sí, es cierto, todas las grullas llevan algo!”, comenta en sus
redes. “Creo que son… ¿bolas?”.
Exacto: bolas, esferas de algo. Pero
no parecen formadas por ramas ni por comida. Y son mucho más grandes de lo que
explicaban sus compañeros. Durante emocionantes minutos, el científico trata de
desvelar el misterio, hasta que las pierde definitivamente de vista. Fus, se
fueron, y… ya no podrá acompañarlas hacia el nordeste. Sí, claro que le
encantaría seguirlas con su coche, pero… sería muy muy peligroso. Una
temeridad. Por tanto Viorel Adrián, el tenaz ornitólogo, se quedará también
sin resolver el enigma.
Y tampoco logrará ver que, tras
adentrarse en el siguiente país, la formación aérea ha empezado a cruzarse con
columnas terrestres. Algunas, simples hileras migratorias. Otras, acorazados
escuadrones, almas irresponsables que no engrandecerán lo más mínimo las
esferas que ellas, las grullas, acunan entre sus patas. De hecho, ninguna de
esas cabezas humanas revestidas de acero se girará siquiera para mirarlas,
porque su atención se centra en el enemigo (y porque, dicho sea de paso, jamás
han aprendido a escuchar el cielo).
Y es ahí, en una de esas zonas
convulsas, donde el ave que encabeza el grupo decide al fin emitir la señal (un
trompeteo especial, diferente). Y donde sus compañeras, todas, liberan su
carga. La última parte de la misión acaba de comenzar. Las esferas, cual piñatas
de cumpleaños, explotan y se abren a la vez, permitiendo que su interior
se desparrame por las nubes, ocupando el cielo, tapando el sol. Provocando un
eclipse total. Porque, efectivamente, lo que las grullas portaban entre sus
garras se ha ido haciendo más grande y más numeroso según atravesaban el mundo. Y ahora,
con el eclipse, con ese ejercicio de magia sincronizada, acaban de conseguir un
paréntesis. Un alto el fuego momentáneo. Sin embargo, en la oscuridad, el
misterio del contenido de las esferas sigue aún sin desvelarse. Algunos (quizá
asustados ciudadanos) dirán después que eso que cae como pequeños paracaídas son
mensajes de aliento, o figuras de origami. Otros (quizá soldados), creerán que son
cartas de amor, o señales de retirada. Pero en la negrura no hay ojos, solo
emoción. Y nadie puede ver que, en realidad, el maná de las grullas lo forman simples
elementos naturales: burbujas de río, vilanos de chopo, semillas de diente de
león… Corpúsculos inanes, inocuos, posándose sobre cada uno de los individuos,
amigos y enemigos. Impregnando de efímera cordura un aturdido continente. Atravesando
oídos, cerebros, almas. Inoculando quién sabe qué tipo de mensaje ancestral, o
qué tipo de imposible aprendizaje. Quizá sin más pretensión que la de detener
unos minutos el tiempo.
Entretanto, la grulla que dio la
señal ya ha atravesado la nación de cabo a rabo, e inexplicablemente ha decidido
seguir volando muchos más kilómetros hacia el norte. En solitario, rumbo a la
capital de otro gigantesco país.
A ella le queda aún una difícil
misión por completar.
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