Casi superhéroes
Tengo nueve años, la edad
justa para entender que a lo mejor los superhéroes no existen, pero también para
saber que, de existir, uno de ellos sería mi abuelo. Bueno, además de eso me
llamo María y en el cole dicen que soy hiperactiva, palabra que me convierte a
mí también en posible superheroína.
Mi abuelo tiene varios trucos
para ocultar su identidad. Uno de ellos es aterrizar siempre a las dos menos
cinco en el puente romano. Nadie pasea por ahí a esas horas, todo el mundo está
a punto de salir del trabajo, del cole… Lo cual le permite descender tranquilamente
sin ser visto, plegar su capa, ponerse su camisa y su sombrero, y empezar su
lento caminar hacia mi escuela.
Cuando llega a recogerme, me
hace gracia ver cómo camina despacito sujetando a Rex y cómo la gente se aparta
para dejarlo pasar. Si ellos supieran que a lo mejor…
Entonces yo siempre me escapo
de la fila y me tiro a su cuello mientras escucho a la maestra regañarme por
detrás, y mientras observo también con el rabillo del ojo a los demás padres,
señalándome. Seguro que piensan: “Mira, esa es la niña hiperheroína”. Luego, en
cuanto termino de acariciar a Rex, empiezo a contarle atropelladamente a mi
abuelo todas las cosas que me han pasado desde que me he levantado. Y al rato,
cuando paro para respirar, solo cuando paro para respirar, él pronuncia sus dos
palabras mágicas:
-
Tranquila, cariño.
Y todo se detiene un instante.
Son solo dos palabras, suaves, bajitas, separadas por un silencio, pero consiguen
que hasta los pájaros se queden parados en el aire: TRANQUILA –silencio-
CARIÑO. Y acto seguido me explica dulcemente que hay tiempo para todo, que de
camino a casa le puedo contar todo, pero cosa por cosa, claro. Y yo lo intento,
aunque no lo consiga.
Es ahí cuando, a velocidades imperceptibles para el ojo humano, comenzamos a
teletransportarnos. ¿A dónde? Pues no sé, a todas partes y a ninguna, supongo.
Es lo que tiene ser casi superhéroes. A veces Rex se para en seco y se pone a
aullar (cosa que coincide siempre con el sonido lejano de una sirena) y el
abuelo también se para y me mira, en silencio. Yo creo que esa mirada
significa: “Me necesitan, el deber me llama”; pero como sabe que yo también le
necesito, pues no sale volando.
Ya en casa,
aunque mis deberes solo nos dejan tiempo para dos o tres oca-misiones, y aunque algunos martes él se queda dormido porque
viene cansado de la cryptoterapia,
aun así, siempre siempre al final me sorprende con uno de sus supercuentos.
Y así llegan las
ocho, y regresamos a la vida normal, es decir, vuelven mis padres y él se
marcha a su casa (supuestamente). Mamá entra con sus besos nerviosos y sus mira-cómo-está-todo. Y papá con sus
abrazos atropellados, sus voces y todo eso. A ellos les queda bastante para ser
superhéroes.
Menos
mal que en el descansillo, a eso las ocho y algo, justo antes de que se marche,
yo intento contarle a mi abuelo todo lo que quiero hacer al día siguiente, o
más bien vomito todo lo que hay en mi cabeza porque en realidad no quiero que
se vaya.
Y entonces
él repite, una vez más, sus dos palabras. Esas dos superpalabras que, aunque
sea durante unos segundos, son las únicas que logran calmarme:
-
Tranquila, cariño.
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