Puertas, puertas


Fue en concreto la de mi ascensor, una puerta oxidada que se atascaba cada dos por tres, la que lo detonó todo. Y fue una niña, en concreto, la que gritaba tras ella aquel aciago día. Estaba sola, dando golpetazos, desesperada, llorando, implorando que la sacásemos. Y aunque en principio dedujimos que sería hija de algún vecino, su voz era desconocida. Una voz aguda, como de sirena. Tan cautivadora que me llevó a pasar la mañana, y parte de la tarde, luchando como un energúmeno contra el puñetero ascensor. Me dejé las manos, la espalda, perdí las formas, la paciencia… Incluso casi pierdo mi matrimonio, pues mi mujer no acertaba a comprender la visceralidad de aquel impulso. Decía que parecía más importante para mí abrir aquella maldita puerta que ninguna otra cosa en el mundo. Y quizás estaba en lo cierto porque, durante largas horas, no dejé ni un segundo de intentarlo. No comí, no descansé, falté al trabajo. Golpeé, sacudí, apalanqué. Y… ¿para qué? Pues para que al final, tras conseguir abrirla, resultara que dentro no había nadie. Increíblemente, después de tanto esfuerzo, tras aquella puerta nadie gritaba ni lloraba ni suplicaba. El oxidado y roñoso habitáculo estaba vacío. Todo, absolutamente todo, había sido un engaño de nuestros sentidos. Una farsa que me dejó abatido, confuso, mirando al suelo del descansillo como un pasmarote.

Y fue ahí, justo ahí, cuando me envolvió aquella extraña y nueva sensación. Como liberada de Pandora, una invisible nube, mezcla de frustración, rabia y desconcierto, saltó desde la puerta hacia mí, para sumirme durante días en el más profundo silencio. Me sentía ridículo, defraudado conmigo mismo y, lo peor, sentía que había arriesgado demasiado... para nada. Y la culpable de todo era aquella maldita puerta. Quizás por eso adopté, desde entonces, la extraña costumbre de no abrir ni cerrar ninguna puerta. Poco a poco las fui cogiendo ojeriza. Primero comencé pidiendo por favor que me las abrieran. Después, si estaban cerradas o simplemente entornadas, me daba la vuelta y olvidaba el motivo que me había llevado a ellas. Y al final decidí, directamente, rehuirlas. Me daba cuenta, entendía que estaba adoptando una manía enfermiza e inexplicable, pero no podía evitarlo. Y lo peor no era eso. Lo peor es que, sin saberlo, fui contagiando la fobia a mis seres queridos, lo cual llegó a provocar escenas estrambóticas. Situaciones como aquella en que un golpe de viento nos dejó a mi hija,  a mi mujer y a mí encerrados, cada uno en nuestra habitación, y tuvieron que venir a sacarnos a los días, casi deshidratados.

Con el tiempo, en vez de mejorar, nuestro trastorno familiar fue agudizándose hasta que, cierto día, decidimos irnos los tres a vivir al monte, lejos de nada que pudiera encerrarnos. Y, sobre todo, lejos de cualquier tipo de puerta.

Allí, en plena naturaleza, construimos un simple porche con tablones y nos mantuvimos a base de hacer fuego y comer lo primero que pillábamos. A veces hormigas, a veces carroña, a veces nada. Sin embargo, un porche, si lo miras bien, también es un lugar donde, o bien estás dentro, o bien estás fuera. Es decir, una especie de puerta maldita. Con lo cual acordamos igualmente abandonarlo. Y así, errantes, desesperados, comenzamos un largo viaje sin rumbo por laderas, valles y montañas. Fueron días fríos, confusos, eternos, en los que nos asaltaron dudas y también muchas alucinaciones, de las cuales intentábamos huir. Porque, por alguna extraña razón, casi nunca era comida, sino puertas aisladas en medio del bosque, en medio de la nada, las que trataban de atraparnos en nuestras visiones. Pero la más real fue la última. En ella, delante de nosotros, justo al filo de un acantilado, se mecía una cabina vieja y oxidada. Un habitáculo de ascensor, con su correspondiente puerta cerrada al otro lado, balanceándose al borde del precipicio. Lejos de huir, en esta ocasión mi mujer y yo tuvimos enseguida muy claro lo que debíamos hacer.

Y así, miramos a nuestra hija con dulzura y se lo dijimos: Entra cariño, entra y golpea fuerte aquella puerta. Y pide auxilio, con esa voz melodiosa tuya, tan de sirena”.


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