JUEGOS DE MESA
—¡Mamá, se me ha escapado el dado! —te he gritado.
Tú me has mandado callar poniendo el índice sobre tus labios, y la gente de
la sala de espera ha comenzado a mirarnos como si estuviéramos locas.
Incluso el chico que jugaba con su móvil ha levantado la cabeza y ha sonreído.
Luego ha cruzado una mirada con su madre, y ha seguido jugando.
—Cógelo, cariño —me has dicho.
Pero yo te he contestado, susurrando y acercándome mucho a tu oreja, que
no, que me daba mucha vergüenza ir a por él.
Llevamos media vida de consulta en consulta. De provincia en provincia.
Médicos privados, diferentes especialidades, las mejores clínicas... En
definitiva: horas y horas de espera. Afortunadamente a ambas nos chiflan los
juegos de mesa, y los hemos probado casi todos. Se podría decir que somos
dos verdaderas expertas. Aunque hoy hemos vuelto a los clásicos.
Tanto tus fichas (las amarillas), como las mías (verdes), estaban ya casi
todas en la meta. Y solo estábamos a dos casillas yo, y a tres tú, de meter la
última y ganar. Pero el dado ahora estaba ahí, bajo la silla de un señor muy
serio, con bigote, que ni siquiera me ha mirado. Desde que recuerdo todo el
mundo siempre me ha mirado, al menos durante dos segundos. Es entendible:
mi aspecto nunca ha sido muy habitual y eso hace que la gente no pueda evitar
clavar, durante mínimo dos segundos, la mirada en mí. Y no me importa. A eso
me enseñaste desde muy pequeña. Me decías que las personas somos como
raros ejemplares de mariposa, o de otros insectos. Grandes, pequeños, de
colores vistosos, miméticos... Cada cual con sus características y sus funciones
dentro del ecosistema. Hacías, para tranquilizarme, un sinfín de metáforas así,
a lo loco, que quizás, ahora lo pienso, no tenían demasiado sentido. Pero a mí
me servían. Me ayudaban a concentrarme en ellas (en las metáforas), a
imaginarme siendo una mariposa o una mantis religiosa. O una libélula. Y
entretanto no me percataba de si la gente me observaba de un modo u otro.
Pero el señor del bigote no, ese ni siquiera me ha mirado. Y nuestro dado
seguía debajo de su asiento. Con la partida detenida en su momento más
emocionante.
También me enseñaste a que no es necesario gastarse el dinero para tener
un parchís o un juego de la escalera. Nosotras mismas los dibujábamos en un
cuaderno y luego hacíamos un dado con cartulina y usábamos garbanzos (o
botones) como fichas. Eso me encantaba. Más adelante, cuando papá compró
la impresora, comenzamos a buscar en internet las nuevas versiones, y
también todos los nuevos juegos que se pudieran jugar entre dos personas. Él
los imprimía y plastificaba, y tú los plegabas o enrollabas para que cupieran en
tu bolso. A veces reconocías que aquello no estaba bien del todo, que las
personas que patentaban nuevos juegos de mesa no merecían que unas
copiotas como nosotras hiciéramos eso. ¡Pero es que los juegos eran
carísimos! Luego, en el bus o en el tren, yo me dedicaba a estudiarme las
instrucciones y te las iba explicando mientras viajábamos a la nueva ciudad, a
la nueva consulta. A veces hasta olvidaba que era mi enfermedad la que nos
obligaba a pasar tanto tiempo fuera de casa, y llegaba a creer que todo era en
realidad una excusa para disfrutar de aquellas partidas. Aunque llegada la hora
cumbre siempre discutíamos. Y es que las dos sabíamos encajar la derrota,
pero a la vez nos encantaba ganar, y la tensión madre-versus-hija siempre se
palpaba. Sobre todo si había un final igualado. Ahí parecíamos vaqueros del
salvaje oeste apostando nuestras tierras en una partida de póker, aunque en
realidad fuese un simple juego casero.
Hoy no nos lo hemos fabricado nosotras; hoy este juego lo has comprado en
un bazar chino, y es uno de esos que por un lado es oca y por el otro parchís.
Un euro, te ha dicho el tendero, muy serio. Él tampoco me ha mirado.
Como ya te cansabas de esperar, y veías que yo no me iba a atrever a
acercarme al señor, has ido tú a su asiento y te has agachado. Y al hacerlo te
han castañeteado las rodillas de un modo muy gracioso y a mí se me ha
escapado una carcajada nerviosa. Verás, verás como nos dé a las dos por reír
como tontas, nos hemos dicho con la mirada. Ya nos pasó el otro día y la cosa
no acabó bien. Pero encima hoy la situación se ha vuelto aún más cómica por
momentos: yo intentando no llorar de la risa, el señor apartando
acrobáticamente las piernas para que pudieras acceder al dado, y tú ahí, en
una postura graciosísima, con el culo en pompa y la cabeza a la altura del
suelo. Además, para colmo el vestido se te ha quedado pillado bajo una rodilla
y cuando has ido a estirar el brazo contrario para cogerlo la tela ha crujido de
un modo muy sospechoso. Ahí ya no he podido evitarlo y he estallado en
risotadas. Aunque tampoco me ha mirado nadie.
—Has sacado un seis —me has dicho, apartándote de las piernas del señor
con bigote.
El niño del móvil ha fruncido el ceño, se ha acercado de nuevo a su madre y
ella ha empezado a explicarle algo muy largo a base de susurros. Mientras lo
hacía, ambos te miraban de un modo que no me ha gustado nada.
A los dos meses de morir yo, papá te abandonó. Dejó de ser el papá tierno
de siempre, dejó de imprimir los juegos y empezó a decir que estabas loca. Y
un día te habló mal y se fue. Yo, desde mi posición, lo vi todo. Y me dio mucha
pena. Por eso desde entonces procuro no abandonarte nunca, para protegerte
cuando se clavan sobre ti ese tipo de miradas, como las de papá, como las de
toda esta gente que no tiene ni idea de lo que tú y yo hemos luchado. Porque
siempre hemos combatido todo juntas, ¿a que sí? Pues ahora debe seguir
siendo así; viajar, no detenernos, y disfrutar de estos juegos para los que no se
necesita pensar demasiado. Tú siempre lo has dicho: para jugar solo se
necesita tiempo, ganas y buena compañía. Para qué más.
—Pues, si es un seis… ¡me toca otra vez, mamá! —te he gritado, eufórica.
Aunque ya en ese instante se veía venir lo que ha pasado después. La
enfermera llevaba un rato hablando con el de seguridad de la clínica (ellos,
claro, tampoco me veían). Y enseguida te han invitado a marcharte, y te han
preguntado que si necesitabas algo, que por qué no vas a que te ayuden… Y
todo eso.
Te han echado, nos han echado, otra vez. Y lo peor de todo es que la
partida se ha quedado a medias. Y estoy segura de que iba ganar yo.
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