CITA



   CITA

Una de las patas de la lavadora se ha desenroscado y al centrifugar hace tanto ruido que Sonia casi no escucha el telefonillo. Mira el reloj y, del sobresalto, casi resbala de la ducha: las nueve menos cuarto, ¡qué desastre!, para una vez que Mario llega puntual, ella está así. Y encima aún no tiene nada listo para picar antes de… bueno, antes de que él descubra su nuevo conjunto negro con encajes bordados. A velocidad de vértigo, se cubre con una toalla, da al botón para abrir el portal y después hace lo mismo con la puerta de arriba; saca un táper del congelador (de esos que le da su madre los fines de semana), y vuela de nuevo a la ducha para terminar de aclararse. La lavadora cesa un segundo, y entonces puede escuchar el loco palpitar de su corazón, el chirriar de la puerta, e incluso cree sentir el gorjeo de un pájaro en la ventana. Sonríe, se mira en el espejo y descuelga el albornoz. Mario ahora cerrará, saludará en voz alta, y se quedará en el pasillo tamborileando rítmicamente con los dedos sobre la puerta del baño, esperando a que salga. Ya llevan casi seis meses, pero le encanta que él siga así, con esa timidez que roza lo irresistible.  
Sin embargo, por primera vez parece que sus costumbres han cambiado... no le ha escuchado saludar, ni sus pasos, ni tampoco el repiqueteo de sus dedos. En cambio... la puerta del baño sí se abre despacio, demasiado despacio, permitiendo que el vapor de la ducha huya hacia el pasillo. Es entonces cuando Sonia cae en la cuenta de su error: quizás no debía haber abierto.
En una milésima, su nuca se erizará al tiempo que de su garganta brotará un grito de pánico absurdo, sordo. E inútil, pues la lavadora ya vuelve a inundar la casa con su bramido ensordecedor.

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