La hora del fin del mundo

Ninguno de los que paseaban por los Jardines, perdidos en sus pensamientos, anclados en sus vidas, presagiaba la hecatombe. Solo él, que ya había aprendido a descifrar el código de las campanadas, que ya comprendía el lenguaje de los patos y las palomas, que jugaba con la trágica cuenta atrás del caer de las hojas: diez, nueve, ocho… Solo él, esa tarde, lo presenció. A la hora exacta, junto al viejo árbol donde siempre quedaban, bajo esa garra que ahora, a cada segundo, parecía ahogarse un poquito más: cuatro, tres, dos, uno, y… zassss, en un instante, todo acabó. Anodina, impasible, la gente siguió deambulando sin percatarse de que el cielo se desplomaba, que toda luz se volvía sombra, y que el suelo había comenzado a resquebrajarse, poco a poco, lentamente, sabedor de que ella ya nunca aparecería.         
                                                                
Dicen que cada tarde, en ese mismo lugar, aún se puede sentir la presencia del que espera. Y que todavía, a la hora de la cita, se le puede oír descontando los segundos, mientras que la garra (igual de ilusa) sujeta el cielo con sus dedos protectores.



Comentarios

Entradas populares