¡Más madera!

Pedro y Juan no se conocen, no se han visto nunca, y no se parecen en nada. 

Mientras conducía hasta casa tras cumplir lo pactado, Pedro ha pasado al lado de un abeto y ha sonreído irónico, pensando en lo bien que quedaría como árbol de Navidad en medio de un jardín. Incluso posee una pequeña copa que, bien podada, simularía la estrella de Oriente. Ahora, siete horas después, apura la enésima cerveza y mira videos en el móvil mientras sueña con el dinero, procurando esquivar consecuencias y remordimientos. 

Al tiempo, Juan se aferra con furia a la manguera. Los gritos, las indecisas órdenes del jefe, el rugir de los helicópteros…,todo se obscurece entre el infierno que se yergue ante ellos. El traje es un horno, el sudor corroe la frente como agua escaldada y, a pesar de su experiencia, los nervios le martillean la sien. Están demasiado perdidos y demasiado cerca. Demasiado. Tanto que, de momento, solo les queda usar el chorro como defensa, más que como ataque. Extenuado, Juan apoya la espalda en un árbol, y bloquea los brazos para que las muñecas no duelan por la presión del agua. Luego gira la vista 90 grados y trata de otear el destino del viento, observando a lo lejos que algunos compañeros han comenzado a prender una de las franjas que hará de cortafuegos. Y sonríe irónico. Siempre le ha fascinado que la mejor manera de sujetar las llamas sea sembrando más llamas. Además, esa es una de las batallitas que a Santi, su pequeño, más le gusta escuchar. Y vuelve a sonreír. Después respira, desentumece sus músculos, y retoma rápidamente la concentración.

Pero en ese lapso una traicionera y sigilosa ráfaga ha decidido estropear la partida, prendiendo la copa del árbol. La curiosa copa de ese curioso abeto que tan bonito quedaría como árbol de Navidad en medio de un jardín y que ahora, fugaz como una estrella, se cierne vertiginosamente sobre él.  






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