Testosteronas, empatías, y viceversa
Hace muchos años, un señor
cuyo nombre de pila empieza por Ad (pero que no es Adán) se levantó con mal pie
y, para colmo, en una mesa como ésta, alguien le derramó el café encima. Después
pasaron cosas peores, pero pasemos a ver la escena detenidamente:
Ad (que recordemos que no es
Adán) maldice en su idioma, mientras que su novia, Eva (que no es la Eva de
Adán), se disculpa y limpia en silencio el café derramado.
Ad se levanta y deambula
nervioso, atorado. Aún le palpita una
pegajosa pesadilla, y se puede percibir en su mirada viejos complejos que reaparecen,
una y otra vez, que insisten en aplastar un ego diseñado para ser infinito.
Eva calla. Es comprensiva, sabe
cómo es, sabe que últimamente las cosas no le van como él querría. Pero cuando se
acerca para darle un beso en la frente, él la aparta con brusquedad.
¡Las mujeres no entienden!,
piensa Ad. Su chófer, Maurice, ya tendría que haber llegado, los dolores de
tripa no remiten ni con las pastillas recetadas por el doctor Morell (1). Para
más inri, algo le dice que pronto regresarán las terribles jaquecas, esas tan
difíciles de disimular.
Y ante todo Ad debe
disimular. Aparentar perfección ante los suyos.
Cuando al fin llega Maurice
con el Mercedes, Ad se marcha sin despedirse, sin mirar siquiera a Eva, que se queda
unos minutos en la puerta, cabizbaja, masticando una culpa, dos lágrimas, y
tres arrugas que antes no existían
.
Días antes, una buena amiga
le aconsejó que no fuera tan comprensiva, que se marchara, pero ella no hizo
caso.
-Eva Braun, quizás tú no
merezcas a alguien así-, le dijo su amiga.
Quizá el mundo tampoco.
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