Té bebo, té olvido
Cuando me abandonaste, ilusa
de mí, decidí romper tu foto (la de Roma, camisa gris, sonrisa de niño), como
si eso sirviera para olvidarte. La trituré, la desmenucé con las tijeras hasta
reducirte a trocitos casi subatómicos. Poco después, en uno de esos días en los
que el cuerpo hace cosas sin consultarte, distribuí tus partículas dentro de
cada una de las 3750 bolsitas de té de mi colección, y comencé a beber-te a
sorbitos, lentamente. Desde entonces, cada tarde, a las cinco (justo la hora en
que me despertabas de la siesta, con aquellos abrazos), me dedico a beber-te, a
recordar tu aroma, a dejarte descender por mi esófago, permitiendo que el eco
de tus caricias y tus palabras sigan jugando a hacer trenzas con mis entrañas.
Y ya no sé qué hacer. Es un
callejón sin salida. Si bebo una taza al día, las cuentas dicen que faltan más
de diez años para olvidarte. Si bebo más, la teína exalta tanto mis noches que
me dedico a palpar tu hueco sobre el colchón. Si trituro fotos de otros hombres
y las añado a la infusión, es solo tu aroma el que despunta, el que encabeza la
mezcla, cual grulla que capitanea la flecha sobre el cielo.
Tengo que hacer algo lo
antes posible, porque ya no me reconozco. A veces hasta siento el insano impulso
de triturarme, de hacerme yo también trocitos, para así volver a mezclarme
contigo.
Y beberme, bebernos, a
sorbitos.
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