Equinoccio
Dentro de la
habitación, la joven enamorada se asoma a la ventana. Y suspira. Ahí fuera el
cruel invierno exhala una de sus últimas noches. Quizá la última. Después se
acerca a la cama y se inclina sobre el joven enamorado, dejando que su melena
rizada le acaricie la cara. Hazme el amor, susurra él. Y también suspira. Se deslizan
las sábanas, lentamente, muy lentamente, y la ropa de ambos comienza a
evaporarse. Despacio, sin prisa. Las paredes no tiemblan, los enamorados sí. No
hay gritos, ni furor, solo un deseo suave, doloroso e infinito, que inundará de
magia la ciudad herida. La noche será roja y eterna, como ese último cielo invernal
que ha llegado para partir el universo en dos idénticas mitades, para
dividirlo… todo. Las caricias, los besos, los leves gemidos y las rabiosas lágrimas
van sucediéndose con una cadencia sutil, pausada, silenciosa. El cuerpo de
ella, cálido y complaciente, se desliza, balancea, mima, expresa. Ella manda,
él recibe. Y en el fondo de ambos, un grito ahogado, un deseo imposible: que el
instinto los recoja en su manto animal. Que les haga olvidarlo… todo.
Al otro lado de la
puerta, dos enfermeras susurran, apenadas, con la boca plagada de llanto.
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