AQUELLA TARDE EN EL RÍO


La primavera es mi estación favorita por los insectos. Lo de las flores me da un poco igual.
Aquella tarde cuando, escondidos entre los juncos, estuvimos espiando a Adela, yo solo me fijé en su ombligo, en cómo brillaba al sol, y en lo que me apetecía tumbarme en la arena y apoyar mi oreja sobre él. Pero, sobre todo, lo que más recuerdo son los insectos merodeando alrededor.

-       ¡Joder con Adelita!, cómo ha crecido –exclamó Javi, palpándose la entrepierna. En aquel momento supuse que le picaba.

-       Cállate, gilipollas, que nos va a descubrir –contestó Fran, dándole una colleja.

Adela no nos vio, pero desde ese día dejó de hablar al grupo de los chicos. Su hermano decía que en casa también estaba rara, y mamá me contó que eso a veces pasa en la adolescencia. Que es cosa de las hormonas. Y qué culpa tenemos nosotros de sus hormonas, le contesté yo.

Recuerdo que aquella tarde Javi se la pasó entera hablando del pecho de Adelita (la verdad es que era la primera vez que veíamos a una chica sin sujetador). También recuerdo su pelo, que no lucía con la abrumadora perfección de siempre. Y su ropa, desperdigada entre el lodo verde de la orilla. Menos las braguitas, que formaban un tosco embrollo alrededor de su tobillo.

Recuerdo también sus ojos, que no miraban a ninguna parte, y que permaneció así hasta que vinieron a buscarla. Que ni siquiera mostró emoción alguna cuando sus padres la abrazaron, y que se quedó envuelta en un balanceo constante hasta que se la llevaron.

Pero sobre todo recuerdo los insectos, flotando, como astronautas, alrededor de su vientre. En aquel momento pensé que, a su modo, querían ayudar. Que se afanaban en excavar una especie de túnel en aquel ombligo. Algo así como un agujero hacia el pasado.

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