Un nudo en el cerebro



-       Las nueve, joder qué tarde… ¡el clásico!

Estaba a punto de empezar el Barca-Madrid y por nada del mundo debía perdérmelo. Jamás me había perdido ninguno. Pero no sé qué ostias pasaba esa tarde en el supermercado que me estaba costando horrores llenar el carro de la compra. Los yogures andaban por la pescadería, el papel higiénico en la sección de congelados, y el whisky y la ginebra estaban ocultos entre los potitos de los bebés. Por algún extraño motivo, todo estaba descolocado y el mundo entero parecía… raro. El cajero ahora era un hombre mayor que decía que cobraba un buen sueldo, que solo trabajaba seis horas diarias y que tenía los fines de semana libres. Pero, la pregunta más importante en ese momento era… ¿qué narices pintaba yo en la cola del súper si estaba a punto de empezar el partido?

Al salir, las cosas siguieron sin ser normales. El vagabundo de la puerta me planteó un enigma matemático, el de la zona azul me perdonó la multa con una amable sonrisa, y en la rotonda todos los coches entraban y salían correctamente. Todos. Ni prisas, ni cláxones, ni insultos… Increíble. En la radio había noticias sobre los nuevos acuerdos ambientales, la paz en Oriente Próximo, y varios políticos planteaban infinidad de soluciones claras y prácticas… ¡sin insultar a los del bando contrario, ni nada! ¡Vaya tostón!

Ahí, justo ahí, creo que fue cuando empezó a picarme la cabeza y, al palpármela… joder, casi me da un patatús. Resulta que donde antes estaba mi calva ahora había una melena brillante y frondosa, rematada por dos trenzas rubias larguísimas que bailoteaban a su antojo. Te cagas. Lógicamente, recé para que no me viera ningún amigo y busqué rápidamente una gorra en la guantera. Pero eso era imposible de ocultar. Aquellas indomables trenzas parecían tener vida propia… y muy malas intenciones.

Ya en mi portal, un grupo de padres y de profesores hablaban tranquilamente de educación sin recriminarse nada, con un afán constructivo muy sospechoso. Y, al subir a casa, la cosa fue de mal en peor. El jabón estaba en la nevera, el peine se fundía en el horno, y el café burbujeaba dentro del jarrón de la abuela. Mi hijo zurcía calcetines, mi hija miraba el fútbol y mi mujer estaba recostada en el sofá, con una cerveza en la mano, como si la cosa no fuera con ella. ¡Joder!, el mundo estaba descolocado y ella… ahí, como si nada. Creo que eso es lo que debió detonarlo todo, porque entonces el picor de mi cabeza se transformó en una presión absolutamente ingobernable. Sin darme cuenta, las puntas de mis nuevas trenzas se habían empezado a mover hasta introducirse ágilmente por mis oídos y, cual escurridizas serpientes, habían rodeado mi cerebro hasta acordonarlo por completo. Después, entrelazándose la una con la otra para formar un lazo parecido a esos que envuelven las cajas de pasteles, comenzaron a apretar con una fuerza despiadada.

Fue en ese preciso momento, mientras sentía como mis sesos se estrangulaban y descomponían en pequeños coágulos, mientras veía al mundo desmoronarse, cuando, al fin, lo comprendí todo. Estaba claro. Ya no había solución posible: esa noche, por primera vez en mi vida, me perdería el Barca-Madrid.   

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