Almas sin fronteras
Haciendo limpieza, me acabo de
topar con un viejo álbum de viaje en el que sólo hay 3 fotos, feas y
desenfocadas. Sin embargo, son de ese tipo de fotos que te dejan lela, que obligan
a que tu imaginación se disperse, y divague por pasados remotos. En la primera imagen
se puede ver a aquel barbudo de la bata blanca. Es fácil recordar ese absurdo
gesto de tranquilidad, como si nada fuese con él. No sé por qué, pero siempre
he odiado a los hombres, y muy en especial a los que caminan despacio. Aunque bien
es cierto que durante esos días de calor y suciedad, casi todo me parecía
negativo…
-
Debajo de esa estantería tienes papel para
limpiarte las manos, aunque supongo que querrás lavarte esas rodillas con agua.
Asentí pero… ¿qué narices hacía él
mirándome las rodillas?
-
Si, una ducha estaría genial –solté
irónicamente-, aunque supongo que…
-
Supones bien. Lo siento. El grifo del que sale
algo más de agua es el de fuera, y te aconsejo que no te mojes el pelo o se te
quedará pegajoso.
-
Ok. Mensaje captado, jefe -resoplé.
-
Y, por favor, Inma, antes de irte, si pudieras
dejar recogido todo… eso.
Señaló al suelo y yo miré a mi
alrededor. Siempre he odiado a la gente que ordena las cosas poniendo un por
favor delante, pero la verdad es que en mi primera tarde de biberones había
organizado un caos tremendo. A mis pies se arremolinaban restos de envases y
charquitos de potingue multivitamínico. Las mamás, y hasta los propios niños
nigerianos, se sonreían burlones, pues sólo faltaba un cartel luminoso con una flecha
que dijera: “Aquí, aquí está la pardilla del campamento”.
Supuestamente mi objetivo inicial
era llegar, localizar al jefe de zona de la ONG, y proponerle una buena
cantidad de dinero a cambio de algún modo de promoción en los medios. Es decir,
ese tipo de cosas que me solía encomendar la empresa. Y lo cierto es que la
misión en sí no me asustaba, en tres o cuatro días estaría todo apalabrado, y
el resto del viaje lo podría utilizar para hacer algunas compras y un poco de
turismo. Sin embargo, África había roto todos mis esquemas nada más
desembarcar: el calor, el olor, la falta de ruidos… y de ritmo. Sobre todo la
falta de ritmo. Por momentos me sentía como un DJ de la mejor discoteca de
Ibiza al que hubieran obligado a pinchar música étnica relajante. Un choque de
trenes. Y así de zombi, en busca de las prisas perdidas, fui dando tumbos hasta
toparme con aquel pueblo en mitad del desierto y con aquel hombre lento y
desarreglado que, al menos, se había dignado a cruzar tres o cuatro
conversaciones conmigo. Pero, para más inri, cuando me ponía a hablar de cosas
serias, él me repetía como un robot: “Aceptamos ayuda, Inma, pero no queremos
negocios, ni prisas, ni soluciones rápidas… ” ¡Menuda memez, como si yo tuviera todo el
tiempo del mundo!
En definitiva, en aquel campamento
pude disfrutar a mi antojo de todo lo que más odiaba en la vida: a cambio de
tecnología y comodidades, contábamos con mal olor, insectos, suciedad y…
¡niños! Afortunadamente, ya me quedaban pocos días para volver a casa.
Después de recoger todo el
desbarajuste, me encontré con su barba sin arreglar y sus sucias gafas casi
delante de mis narices. Sin embargo, en ese momento yo no podía dármelas de
chica de ciudad, precisamente. Me sudaban las axilas y las moscas perseguían
todas y cada una de las porciones de mi piel que se habían manchado.
-
Ya, todo recogido –dije, colocando los brazos en
jarra.
-
Has hecho un buen trabajo, Inma… – aseguró, poniéndome
la mano en el hombro a modo de padre orgulloso. En su tono de voz había algo,
un… algo.
Sumisa, agaché la vista y,
supongo que por primera vez en esas dos semanas, sonreí. No le sonreí a él, o
en el fondo sí lo hacía, no sé.
-
… y serías una buena madre –concluyó, sarcástico.
-
¡Ya está, maldita sea! ¿No te podías estar
calladito?
Se carcajeó, pero, al contrario
que yo, él sí que me miraba directamente a los ojos, y creo que noté en qué
consistía ese “algo”. Sentí que no se reía de mí, sino de mi cansancio, y en su
mueca pude distinguir una pizca de sumisión, una pizca de “no te enfades
conmigo, chica, que lo digo con admiración, mira que bien has tratado a esos
niños, que sin conocerte te han cogido cariño…”. Eso noté, o quizás era lo que
en ese momento quería notar. Pero… ¡qué narices!, pese a las tres o cuatro
veces que le había repetido que odiaba a los niños y que jamás sería madre, él
tenía que hacer la bromita.
-
Tranquila, toma – de su bolsillo sacó un llavín
– vete a mi habitación, allí sale un buen chorro de agua y te ducharás mucho
mejor. Ya sabes, llevar tantos años aquí me otorga lujosas ventajas. A mí me
quedan al menos un par más de horas de trabajo, así que tienes tiempo de sobra.
Cuando hayas terminado se la das al señor Yali para que me las traiga.
Las cogí y, esta vez sí, le
ofrecí la mejor de mis sonrisas de agradecimiento. En otro momento a lo mejor
no habría sonreído a un hombre desgarbado y feo, pero parecía haberme dado un
viento de esos del desierto porque, la verdad, estaba claro que la Inma de
Madrid nunca habría dedicado tantas horas a colaborar en una causa perdida. Y,
muy posiblemente, la antigua Inma jamás habría aceptado las llaves de la
habitación de un semidesconocido, el cual no se preocupaba ni lo más mínimo por
su aspecto…
-
Pues luego, si quieres, cuando tú termines,
podríamos salir a tomar algo.
… Y, sin duda, en otro momento,
esa frase jamás habría salido de mi boca.
Ups, vaya, ya se escucha el
repiqueteo de los pasitos de Diana por el pasillo. Tengo que cerrar el álbum de
fotos para que no se estropee. Nuestra cama pronto se verá invadida por mocos
y peleas de cosquillas. Pero antes de eso, el hombre desgarbado y feo de barba
y gafas me besará como solo él lo sabe hacer, dándome energía para todo el día,
y susurrándome:
-
¡Ché, señorita Inmaculada!, no disimule y
reconozca lo tremendamente irresistible que me encontró usted desde el
principio.
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