Magia baldía
Hace veinte años que no paso por esta calle,
pero hoy me ha venido el flash. Sí, creo que era un hombre, y que se sentaba
justo aquí. No recuerdo su cara, ni su pelo, solo recuerdo que había coscurros
de pan (aquel día igual pisé uno y el sonido me hizo girar la cabeza y por eso
le vi, supongo, pero no estoy segura). Ah, sí, también sé que había gorriones,
como hoy. Hoy, que me da tiempo de reflexionar. Hoy, que he comprendido que
existe la magia baldía. Porque la hay, ya te lo digo yo. Mira, de repente, unos
trozos de pan aparecen flotando en el sucio aire de la ciudad, así, ¡plop!, de
la nada, sin aviso previo; luego, del mismo modo, ¡zasss!, media docena de gorriones
se materializan; y para culminar, como truco final, aprovechando que nadie
mira, ¡alehop!, aparezco yo, aquí, sentadita, con mi bastón. Pero vamos que,
como es obvio, nadie aplaude. Por eso lo llamo magia baldía. Hoy, que recuerdo
a aquel hombre de hace veinte años, me pregunto si el secreto de esto estribará
en el aleteo de los pájaros, en un ingrediente mágico de la masa del pan, o en
una alineación especial de constelaciones. No lo sé. A lo mejor, como tantas otras
cosas no mágicas de la vida,
simplemente, sucede: coscurros de pan, gorriones, yo y mi bastón. Coscurros de
pan, gorriones, aquel viejo. Y puede que después, al igual que han aparecido,
las tres cosas ¡zasssss!, desaparezcan. Aquí, allá, en otro banco, en otra
ciudad… Es muy probable.
Y también es muy probable que, a pesar de lo
extraordinario e inexplicable del truco, nunca se escuchen aplausos ni ovaciones.
Y que ni siquiera nadie mire.
A no ser que pisen un coscurro.
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