El reciclador del mal



En contra de lo que la gente piensa, el bien tiene muchos colores. Está el bien clarito, el bien oscuro, el bien marino, el bien pálido… Sin embargo, el mal es el mal, el inapelable e inexacto extremo cromático. Y para eso está él.

La gente cree que es ciego, lo cual nos permite a todos los del pueblo enarbolar sin tapujos nuestro verdadero color, y eso le facilita el trabajo. Tocado por la varita mágica de la sinestesia, sus dedos pueden oler el color del mal antes incluso de que aparezca, y esa sórdida energía, ese sinsentido que a todos nos posee en varios o muchos momentos de nuestro día a día, pasa entonces a sus manos, de ahí a sus bolsillos, y después a su casa, donde lo almacena para trasformarlo en efímeras obras de arte.
¿Qué por qué conozco su secreto? Porque él mismo me lo ha mostrado. Sí, me lo confió un día, solo a mí, e incluso me permitió verle trabajar. Supongo que influiría el hecho de que yo también soy sinestésico, o quizá que, como todo artista, su alma alberga también ese pequeño pero necesario atisbo de narcisismo. Os lo contaré:

Ese día Don Pedro se había enfurruñado con Paquita, la panadera, por no se qué de unas vueltas y, tras salir escopetado de la tienda, se montó en su Land Rover con el ceño tan cruzado como el de un herido jabalí; para colmo el Eulogio, por esquivar una cagada de burra, descontroló tanto el manillar de su moto que destrozó sin querer el retrovisor del coche de Don Pedro; éste agarró sin pensar su garrote, bajó, y se fue hacia el Eulogio hecho una furia. Entonces, mientras las miradas dibujaban el preludio de lo obvio, lo percibí todo. Y sé que él también. La voz de los paisanos, el sonido de los puños que aún no se habían disparado, la fragancia de la sangre que aún no brotaba… todo estaba escrito en ese color, tan extraño como certero: el del mal. Y entonces surgió él, de la nada, pidiendo ayuda para cruzar la calle. La voz quejosa, los ojos albinos en un rostro casi oculto, la espalda siempre encorvada. Y… el Tío Pedro no supo negarse. Desde mi posición, hechizado por las emociones, pude percibir nítida y secuenciadamente el milagro: el sonido de la ira pasando de unas manos a otras; el olor del odio saltando y escondiéndose mansamente dentro sus bolsillos, como un pequeño hurón amaestrado... Y el sabor del dolor, resguardándose en su vientre, en sus ojos, en su pelo, impregnando de golpe todo su ser.

Luego lo acompañé a su guarida, esa casa de puertas tapiadas que las viejas aseguran que está embrujada porque al parecer le cayeron encima todas las bombas de la guerra y ninguna logró descascarillarle ni una teja. Y allí dentro, casi sin luz, contemplé su arte: convertidos en ínfimos grumos de arcilla, los tropiezos y necedades del pueblo surgían desde sus bolsillos, y también desde el interior de los armarios, cajones, baúles… y se agrupaban para ordenarse por olores en aquella paleta que sus manos portaban con la delicadeza y maestría del mas excelso de los pintores. Después, con pincel invisible, el falso ciego bosquejaba extrañas espirales que, antes de besar el lienzo, se convertían en música. Notas tristes, trazos melódicos inacabados que se evaporaban, sumisos, en una danza etérea con olor a barro y a ceniza, para huir después, raudos, por la chimenea. Rumbo a la estratosfera.

Es probable que penséis que esta historia no tiene ni pies ni cabeza, pero es que la sinestesia, como ocurre con el resto de mágicas deformidades del mundo, también es imposible de entender. Pero hacedme un favor, si halláis en vuestro barrio, o en vuestro pueblo, alguien susceptible de parecerse al reciclador… no huyáis. Solo dejad que os toque con sus ojos, que escuche vuestro olor. Y estad tranquilos, que después él ya sabrá qué hacer.  
   



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