LA NOCHE

 


“Si agitas el bote de las pastillas en la oreja de tu abuelo y no se despierta, entonces… mal”

Esa frase, de hace ya ni se sabe, retumba ahora, igual que ayer y anteayer.

Eso, y la maldita silueta, sombra translúcida que Irochka siempre intenta evitar pero que, una vez ahí, una vez insertada en la ventana, pues… mal. Mal. Porque entonces no queda otra que girarse, cerrar los ojos, y tratar de concentrarse en otra cosa. Fijar su atención en el potente risrás del grillo, en el aplauso kilométrico de los maizales o, si eso no sirviera, en el lejano y oscuro susurro de las bombas despedazando la ciudad. Puede que tarden, que sean esporádicas, o puede que sean rítmicas y constantes, una sucesión de pasos de gigante pisoteándolo todo. Pero siempre están allí, custodiando la noche. Igual que el lobo.

Luego Irochka recordará algo que aprendió a medias y lo rezará bajito, en su mente, para que la escuela no se rompa hoy. Para mañana poder mirar los ojos grandes de su maestra.

Intentos desesperados, trucos de emergencia para hacer que la silueta se desintegre, y que ese sueño tibio que nunca es profundo acuda, unas horas al menos, a rescatarla.

Quizás tenga hoy suerte la pequeña, pues sus músculos están cansados de trajinar toda la tarde. Recoger leña, limpiar el gallinero, hacer conserva… Hasta ha arreglado la habitación de sus padres, por si un día les diera por volver. El abuelo siempre se ha empeñado en que no y que no. Que no, niña, que tu mamá está en el cielo y tu papá en el suelo, en una zanja que hacen los militares para esconderse y poder matar sin que les maten. Pero… quién sabe. También el abuelo, inquieto como él solo, se pensaba invencible, y míralo ahora: tres días seguidos sin reaccionar al sonido del bote. Dormido, día y noche, con un gesto tan agrio que, cada vez que lo ve, Irochka se empeña en incrustarle el calmante en la boca. Porque, aunque no se retuerce, el yayo duerme agarrado a su brazo, el pobre, con los dedos clavados en su hombro como cinco sanguijuelas, en un hierático intento de arrancarse la manga de la camisa. Aunque, igual que entra, la pastilla luego siempre se desploma de la lengua fría y cae, cual pétalo seco. Con lo nervioso que era el yayo, y ahora parece que le hubieran pausado, piensa Irochka en ese estado intermedio de sueño-vigilia, justo cuando el bote también se desprende, cual pétalo, de entre sus finos, resecos dedos de niña mayor. Y las seis pastillas que aún quedan giran dentro (del bote, de su cerebro), haciendo ese peculiar sonido que la niña asumirá hoy como una vana esperanza: Seis, quizás una de ellas te despierte, viejo tonto, y… jugaremos otra vez. Al parchís, ¿vale?, que la yaya ya sabes que no puede.

Luego, en el primer sueño verdadero, entre patas de araña y tentáculos verdes, Irochka buscará su bloc de dibujo. Sin duda perderlo ha sido lo peor del día. Perder su bloc supone perder su arma infalible para ahuyentar al lobo. Porque el único truco realmente eficaz es dibujar al animal, cada noche, tan bello y misterioso, con esos ojos que nunca perdonan, y luego… borrarlo. Y ya está. Así ya él se queda tranquilo, y ni se acerca a la ventana. Y todos contentos. ¿Por qué? Pues porque sí, porque las cosas de la magia son así y, si bien el bloc está viejo, aún mantiene intactos sus poderes.

Pero hoy no, hoy no ha sido capaz de encontrar nada. Ni bloc ni lápiz ni goma de borrar, por ningún lado.

Tal vez mañana.

Si hablara, la tonta Yaya Nyura podría haber ayudado a su nieta. Si hablara y si rigiera, claro. Pero para colmo ella también estaba muy cansada. Ha pasado la tarde cruzada, tratando de hacer girar los aros de su silla de ruedas con sus manos torpes, buscando sin rumbo un bote de pastillas. El único que hay en la casa. El único que queda desde la última vez que su otro nieto (¿cómo se llamaba?) vino de la ciudad. A eso ha dedicado hoy la abuela sus periodos de lucidez.

Yaya Nyura, excepto dos o tres rutinas, ha olvidado todo lo demás. Ha olvidado hablar, pensar, leer… y menos mal porque, así y todo, un puñado de recuerdos se le clavan como dagas cuando pasa al lado de ese cadáver, casi hediondo, que yace en el sofá desde hace días. No sabe quién es, pero algo en su estómago grita que ha amado a ese hombre desde antes de que se inventase la guerra. Por eso, con el salir de la luna, tras toparse con un sucio bloc, se ha propuesto escribir en él la palabra MEDICINA, en letras grandes, para que su nietecita la lea y busque el bote. Seguro que ella, que es pilla, encuentra aquello que podría dar paz para siempre a la vieja. Paz para dormirse, al lado de aquel hombre bueno. E irse los dos. Pero nada. Lo único que ha logrado Nyura es esgrimir algunas letras temblorosas y sin sentido en el aire, elevando su índice una y otra vez. Y otra. Cual desesperada directora de una orquesta que ya no la entiende, de una vida que ha perdido su compás.

Y así, enredada en esos menesteres propios de su enfermedad, se ha topado con Morfeo. Hubiera querido encontrar el bote, vaciarlo dentro de su boca. Llevar a cabo su plan volátil. Pero esa idea, durante el sueño, también se perderá, entre confusos planes de otros tiempos.

Pues la noche, silenciosa, ya ha comenzado a deslizar su peculiar influjo por las rendijas, y está barriendo la casa. Como el borrador de Irochka, como el lobo, devorando gran parte de lo bueno, y lo malo, del día.

Tal vez mañana.


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