AVERÍAS
Durante aquella estúpida semana abrir
cualquier grifo de nuestra urbanización era como jugar a una rifa de feria, de
esas de Siempre Toca.
La tarde que empezó todo yo
estaba que echaba humo con mi última novela. Desde la editorial no hacían más que
meterme presión, y yo ya no sabía cómo matar al malo ni cómo hacer para que el
chico besara de una vez a la chica. Mi marido llevaba la semana entera de
guardias en el quirófano, y le habíamos pedido a Svetlana que alargara el turno
para ayudarme con la cena y que dejase bañada a la niña antes de irse. Fue
entonces, justo entonces, cuando me sobresaltaron los gritos desmesurados de
Carmencita desde el baño.
-
No se alarme, señora, lleva pasando desde esta
mañana. Debe haber alguna avería –me dijo la criada al verme entrar.
En realidad Carmencita chillaba
de emoción. Estaba sucediendo algo que… iba en contra de toda lógica: por el
grifo de la bañera salían cientos, miles de pompas de jabón que se le escapaban
a mi hija de entre las manos y, cada vez que subía el mando hacia arriba, por
la alcachofa de la ducha brotaban enjambres de mariposas de colores que
aleteaban, se le posaban en la cabeza, jugaban a chocarse entre sí, hasta que,
finalmente, se introducían cada una dentro de una de las pompas jabonosas, sin
romperlas. Y permanecían allí, tan tranquilas, como si ese fuese su hábitat
natural.
Svetlana me explicó que en todos
los grifos ocurrían cosas similares. Que no había querido decirme nada para no
distraerme, pero que había tenido que fregar la vajilla con agua embotellada,
porque del fregadero solo salía confeti. Y que además por la mañana tuvo que
lavar la ropa a mano, ya que de las tuberías de carga de la lavadora lo único
que emergió fueron dos preciosos hámsteres, que se habían puesto a correr en el
tambor como si nada.
-
Tenía usted que haberles visto cuando ha
centrifugado, ¡se han vuelto locos! –me soltó la ucraniana, sonriendo, como si
fuera una niña que acaba de llegar del parque de atracciones.
¡Vaya! O sea que… estábamos sin
agua, ¿y allí todos tan felices?
Sobrepasada por la situación,
llamé al seguro de la casa y les canté las cuarenta. No hacía ni dos años que
nos habíamos mudado a esa urbanización, y pagábamos un dineral. Aquello no era
de recibo.
Sin embargo, algo raro debía
pasar porque el resto de chalets también estaban igual. En el patio comunitario
no se comentaba otra cosa: pues a mí me ha salido un pulpo del lavabo que
canta ópera, pues a mí del bidé me ha brotado un ramo de hortensias multicolor…
Una odisea.
Hasta que, al fin, llegó “El Equipo A”. Sí, bueno, yo les bauticé así porque llegaron todos en una furgoneta negra, y también porque el fontanero que nos tocó a nosotros se parecía a M. A. Barracus (pero sin oro). Y, claro, toda mi furia la exterioricé con él. Vamos, que el negrazo pagó los platos rotos. Le expliqué a gritos lo de las guardias de mi marido, lo de mi trabajo, lo de que teníamos una niña pequeña, jolines, que si es que no entendían, que si es que… En definitiva, que, mientras el hombre trabajaba en silencio, yo le eché un sermón de tres al cuarto.
Sin embargo, al cabo
de un rato, cuando ya estaba todo arreglado, él hizo algo que me dejó confusa:
se acercó al fregadero, abrió el grifo, y dejó correr el agua sobre su mano
negra azabache. Absorto, hipnotizado, observando cómo el líquido rebotaba sobre
los cartílagos y las venas de sus dedos, y cómo después el pequeño torrente
giraba sobre la porcelana blanca, formando remolinos que enseguida eran
engullidos por el sumidero. Después lo cerró, y me miró profundamente a los
ojos. Fue un instante solo, pero note como… si quisiera llegar hasta el
interior de mi cerebro.
-
Ahí tiene usted su agua, señora, disfrútela –me
dijo, con voz tranquila. Y luego murmuró una frase larga, ininteligible, en
algún dialecto africano. De esos que nadie entiende.
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