El extraño caso de los niños con pájaros en la cabeza
La primera en no descubrir nada
fue doña Angustias, la directora del colegio. Y cuando digo no descubrir digo bien, pues ni ella ni todos
los que después fuimos pasando, uno por uno, por esa aula maldita, supimos
entender realmente lo que sucedía allí dentro. Pero vamos, que la primera fue
ella: Doña Angustias, la pobre, que tras varios ayayays y otros cuantos
huyhuyhuys, decidió levantar la liebre y dio parte al orientador del centro. Es
decir, a mí.
-
Tranquilízate, Angustias, y cuéntame.
-
Es ese…¡Carlos!, es esa clase de tu amiguito don
Carlos –dijo, exagerando el retintín, pues intuía que a Carlos y a mí nos unía
algo más que una relación laboral-, la de sexto, esos… niñatos que no paran de
chillar y armar jaleo… He entrado y tienen todo lleno de… nidos.
-
De… ¿nidos?
Angustias se quedó callada un
instante. Luego apretó los párpados, juntó las manos como en una oración, e
hinchó los carrillos. Por momentos me pareció que no iba a atreverse a contar
lo que había visto allí dentro. Quizá por inexplicable, o quizá por temor a que
yo la tomase por loca. Sin embargo, la directora abrió de golpe los ojos y de
su boca empezaron a salir palabras atropelladas:
-
¡Sí!, Antonio, ¡de nidos! –chilló, con su voz de
pito-, nidos de golondrina, de paloma, de cigüeña, nidos de águila, de
pingüino, de albatros, de cóndor, de azor… nidos de todas clases y tamaños,
colgados, tirados, encima y debajo de cada mesa, de cada estantería, llenando
la pizarra… Y entonces los niños me han mirado, y también ese… don Carlos, me
ha mirado, y yo no he sabido qué decir y he dado media vuelta, pero cuando iba
a salir, esa niña, la que nunca habla, Martita, la… rara…, pues…
Ahí tuve que interrumpirla:
-
Angustias, Marta no es rara, es autista.
-
Bueno, esa niña ha… hablado -yo abrí los ojos,
expectante, ¿Marta?, ¿hablar?– y… me ha preguntado… me ha preguntado -aquí los
ojos ya casi se me salían de las órbitas-… me ha preguntado que qué pensaba yo.
-
¿Que… qué pensabas?
-
Si… eso es… esa niña rara me ha dicho: ¿Y tú qué
piensas?
Tras el vómito, la directora
Angustias se secó el sudor, se limpió las gafas y trató de recomponerse.
Después me instó a que hiciera algo (por Dios por Dios, Don Antonio, tiene
usted que hacer algo, fue lo que me dijo), luego se dio media vuelta y me dejó,
absolutamente pasmado, sentado en mi despacho.
La creía. Por muy extraño que
pareciera, por muy mal que me cayese doña Angustias y por muy bien que me
cayese (llámalo caer, llámalo gustarme un poquito) don Carlos, la creía. De él
me esperaba cualquier cosa, sus métodos siempre habían ido más allá. Y además,
con su actual grupo-clase (grupo que todo el centro llamaba “Los inadaptados”),
con el que ya llevaba cuatro cursos seguidos, el escándalo que formaba rayaba
todos los límites. Así que cogí mi carpeta y me fui para allá sin intuir, ni
por asomo, lo que me iba a encontrar.
Nada más abrir la puerta, todo el
bullicio que se escuchaba desde fuera, todo el griterío de niños hablando en
alto, cantando o silbando, se silenció por completo, y la luz que provenía de
debajo del dintel se apagó al instante. Aquella aula (por llamarla de alguna
manera) estaba en penumbra pero decorada de una forma increíble. El suelo
estaba cubierto de hierba que supuse artificial, y sobre ella los alumnos
dormían plácidamente. Y también su maestro. No había ni rastro de los nidos de
los que hablaba doña Angustias, pero en cada pared, a modo de croma, se
proyectaba un paisaje diferente: un parque lleno de palomas y gorriones; una
playa con cientos de gaviotas posadas en la arena; una bandada de grullas
surcando el cielo en formación, y en la cuarta pared una familia de patos
atravesando un arroyo. Imaginando que se trataría de alguna técnica de
relajación, quise salir del aula para no molestar, pero antes de girarme
ocurrió algo… algo absolutamente ilógico: las aves surgieron de la pared, como
en una película de 3D extra-real, y volaron hasta posarse en las cabezas de los
críos que, ajenos a todo, seguían roncando a pierna suelta. Entonces… se me
hizo un nudo en el cerebro, y una mezcla de confusión, paranoia y pánico se
apoderó de mí. Por un momento creí que se trataba de un extraño sueño y, a
trompicones, busqué la salida pero, justo antes de atravesar la puerta,
Martita, la niña autista, me agarró del brazo, me miró profundamente a los
ojos, y me dijo:
-
¿Y tú?, ¿qué piensas?
Y ahí ya sí que salí escopetado,
dando un portazo tras de mí.
Sé que no hice bien. Sé que debí
haber despertado a Carlos, haberme preocupado por los alumnos, aunque pareciesen
plácidamente dormidos. O, al menos, ejercer mi labor investigadora y haber
esperado a saber si los gorriones de ciudad se posaban en la cabeza de Santi,
el chico con desfase curricular que vive en el campo ayudando a su padre, o si
las grullas viajeras se introducían en la mente triste e insegura de Irene.
Pero no lo hice. Hui como un cobarde. Y regresé a mi despacho a digerir lo
ocurrido. A veces me pasa. A veces me bloqueo y no actúo bien. O mejor dicho,
no actúo.
Ahora os contaré un secreto que quizás no conozcáis: los inspectores de educación no suelen tener buena fama entre los maestros. Sin embargo, cuando tengo dudas, cuando algún caso escapa de mis competencias o de mi capacidad, telefoneo a Ana que, además de inspectora, es amiga. Y una gran profesional. Una rara avis, supongo, valga la oportuna comparación. Y, después de una atropellada conversación con ella que se podría resumir en: “TienesqueverloAnaPeroexplicameloprimeroAntonioNoAnaesquetienesqueveniryverloPeroAntoniojoderdimealmenosquépasaNoAnavenylovesportimismaporfavorUfffvengavalemañanaestoyallíaprimerahoraGraciasAnaeresunsolYatevaletíomedejaspreocupadavengahastaluego”...,
Ana se presentó y, tras ver mi cara de asombro, realizó la misma operación que
habíamos realizado Doña Angustias y yo: entrar en la clase de Los Inadaptados,
flipar, y salir con los ojos extasiados. Sin embargo, a diferencia de Angustias
y de mí, la genial inspectora salió del aula sin ningún atisbo de miedo en su
rostro. Y con una amplia sonrisa.
-
Ana, ¿has visto los pájaros? –ella asintió- ¿Y…
Marta te ha preguntado…? –ella volvió a asentir.
-
Sí, Antonio, esa niña me ha preguntado que qué
pienso. Es una ricura.
-
Y… ¿qué vas a hacer? ¿qué hacemos, Ana?
Sin dejar de sonreír, la
inspectora arqueó las cejas y se mordisqueó el labio inferior.
-
Pues mira, de momento debo hacer un informe y
elevarlo al Jefe de Inspección. Me da un poco de miedo la respuesta, pero me
apetece mucho explicar eso que ocurre ahí dentro –me dijo, crípticamente. Y después
se marchó. Sin más.
Quise preguntarle mas cosas.
Quería que mi amiga me explicase qué es exactamente lo que había visto, que me
dijese por qué ella no tenía miedo, por qué parecía tan relajada… Pero no supe,
o no me dio tiempo, o yo qué sé. El caso es que Ana se marchó y desde ese día
no la he vuelto a ver. Tan solo tuve noticias suyas a la semana siguiente,
cuando doña Angustias, tras transmitirle a Carlos que debía abandonar nuestro
colegio, vino a mi despacho y me explicó lo que había pasado.
-
Ana ya no es inspectora de esta zona –me dijo-,
y a don Carlos también lo cambian a otra comunidad.
-
¿Cómo?
-
Lo que oyes. Y yo me alegro, don Antonio, la verdad.
Lea usted el informe de esa inspectora, es… surrealista. No nos conviene que
esto salga de aquí, ¿qué cree que pensarían los padres si supiesen que un
maestro tiene el aula lleno de pajarracos de colores? –me dijo, y después me
acercó el informe redactado y firmado por Ana.
En él se leía lo siguiente:
“Como inspectora educativa que lleva quince
años en el cargo, más otros diez de maestra, he visto diferentes métodos de
innovación, sin embargo este me ha impactado sobremanera. No solo porque, a mi
modo de ver, el maestro es capaz de aglutinar áreas como las ciencias, la música,
la literatura, la plástica, y otras menos usuales en Primaria como la filosofía
y las artes escénicas… Sino porque además ha conseguido crear un verdadero
centro ornitológico exótico dentro del aula. Pero no un lugar lleno de jaulas,
no. Un verdadero espectáculo en el que colibríes, tucanes, aves del paraíso…
pájaros tropicales de todas las formas y colores tan pronto vuelan a su antojo
por el aula como que se posan sobre las cabezas de los críos, piando y
cantando en un idioma que, claramente, es entendido por los alumnos. Aves y
niños juntos, unidos en un único e interminable debate dialéctico…”
Antes de terminar de leer, doña Angustias me interrumpió:
-
¿Comprende ahora por qué los han echado a los dos?
¡Esa mujer quería apoyar a don Carlos! ¡Ambos están locos de remate! Don Antonio,
es mejor olvidar esto lo antes posible e intentar que esa clase recupere la
normalidad. Y usted, por favor, no comente nada al resto de profesores.
No me lo podía creer. Era
injusto. Ana había contemplado algo diferente a lo visto por mí y diferente a
lo que había observado la directora, pero no por ello era ni más ni menos
increíble. Si ellos estaban locos, nosotros, desde luego, también. Pero no supe
qué decir. Como digo, a pesar de ser psicólogo orientador, hay muchas veces en
mi vida que no sé cómo actuar. Que me bloqueo y no hago nada. Y eso es lo que
hice entonces: nada.
Pasaron las semanas, y la plaza
de Don Carlos la ocupó Sandra, una maestra nueva, a la que, por supuesto, le
tocó lidiar con la clase de los inadaptados de sexto. Sin embargo, Sandra, la
nueva, no llegó a entender ese calificativo. Ella lo que encontró fueron unos
alumnos cuyos problemas emocionales, sociales, personales y académicos ya se
habían reducido hasta ser, simplemente, normales. Una clase de niños animados,
inquietos y curiosos, con la que daba gusto trabajar. Eso era al menos lo que
decía la profe nueva. Ni malditos, ni inadaptados, ni nada. Una clase normal. Y…
como era normal, poco a poco todo el mundo dejó de hablar de ellos.
Incluido yo que, como digo,
también soy bastante normal. Aunque, lo reconozco, echo de menos el saludo de
Don Carlos cada día por los pasillos. Y su sonrisa rebelde. Y su trasero. Por
eso esta mañana, al salir al recreo, me he acercado a Martita que, aunque algo
más comunicativa y adaptada, no deja de ser una niña con espectro autista, y le he preguntado:
-
Marta, ¿tú a dónde crees que habrán destinado a
don Carlos?
Aún a día de hoy no entiendo por
qué hice esa pregunta a una niña de once años con Asperger, pero aún menos explicación
tiene (o sí, no sé) la respuesta que recibí por su parte. Lo primero que Marta hizo
fue levantar misteriosamente su dedo índice, y ambos miramos hacia el cielo,
unidos en un esperanzador suspiro. Tras mágicos segundos, de la nada apareció
una bandada de grullas en formación que surcaba las nubes en dirección al sol.
Después, la niña me miró directa
a los ojos y me hizo su eterna pregunta:
-
¿Y tú?, ¿qué piensas?
(Dedicado a esos locos profes que,
a su modo, ayudan a sus alumnos a volar)
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