Ciento y pico segundos, un relámpago, un árbol, un túnel y una lámpara de aceite
«Sin
exageración alguna es un «ángel guardián» en estos hospitales, y mientras su
grácil figura se desliza silenciosamente por los corredores, la cara del
desdichado se suaviza con gratitud a la vista de ella. Cuando todos los
oficiales médicos se han retirado ya y el silencio y la oscuridad descienden
sobre tantos postrados dolientes, puede observársela sola, con una pequeña
lámpara en su mano, efectuando sus solitarias rondas».
¿Cómo miran los mellizos a
sus compañeras y compañeros (no, no es lenguaje inclusivo, es que hay más de
unas que de otros, esto es así)? Pues con admiración, por supuesto. También con
respeto, con cierta prudencia a unos y con devoción a otros, a esos que se
vuelcan más en ayudarles. Pura adaptación al medio, supongo. Además, se sienten
ya parte del equipo, del gremio. De esa especie aplaudida ahora pero que fue denostada
antes y que será denostada después.
¿Cómo miran sus compañeros
de trabajo a los mellizos? Pues con una sonrisa, son dos lucecitas entre tanta
oscuridad. Un cuento de hadas en medio de una novela de terror. También con
ternura, paternalismo y, sobre todo, con lástima. Han llegado en el peor
momento. El peor. Pobrecillos.
¿Cómo mira Sonsoles,
paciente de 82 años, moribunda, a los mellizos? Pues… lo cierto es que ahora
mismo Sonsoles no los mira, tiene ya los ojos cerrados y está concentrada en
observar esa luz del final del túnel, tan famosa. Y, quién sabe si por
casualidad, está sonriendo. ¿Por qué sonríe Sonsoles? Pues, como digo, puede
que por casualidad, o por el puntillo de la morfina, o porque se haya acordado
de algún chiste, o por… yo que sé, cosas del rigor mortis ese. Aunque aún no ha
muerto del todo, que los sepáis.
¿Qué piensan, justo a las 04:00 de la madrugada, los compañeros de
los mellizos, al verlos tan activos? Pues si fuera hace unos meses habrían
pensado que Dónde narices van estos dos
si la cosa está controlada y no se oyen ruidos. Pero ahora… no hay tregua.
Los carritos no paran, los respiradores no paran. Las carreras, los sustos, las
miradas de reprobación, de angustia, de no saber qué hacer (ni cómo), de miedo,
de incertidumbre… Ni en Urgencias, ni en la UCI, ni en las plantas… nada ni
nadie para ni un puñetero segundo, ni siquiera en mitad de la madrugada, joder.
No hay tiempo ni para detenerse a opinar sobre los dos noveles. Ni sobre lo
buenos que son, y la cara de listos que tienen, los jodíos.
¿Qué piensan a las 04:00 de la madrugada los mellizos? Pues
Sandra y Rober ya han superado muchas cosas en su vida: la temprana muerte de
su madre, las crisis de su padre, el hecho de ser tan parecidos en todo y verse
semiobligados a competir (lo cual les llevó, fíjate qué bien, a sacar idénticas
e inmejorables notas en enfermería)… Y ahora, para rematar, resulta que también
han coincidido en su primer destino laboral: un hospital madrileño en pleno
apogeo pandémico. Bueno, pues… ea. Palante.
Cuando apenas tenían diez
añitos, su madre les contó por última vez esa historia sobre una joven llamada
Florence (bautizada así por su ciudad natal, Florencia) que, en plena guerra,
vigiló día y noche a cientos de soldados heridos, anotando con precisión cada
cambio, cada elemento del entorno, cada influencia… Una historia contada
siempre del mismo modo, al detalle (así era mamá: precisa, constante y
detallista al máximo), centrándose en el rigor de esa mujer tan especial. “La
Dama de la Lámpara”, la llamaron, porque Florence hacía las guardias nocturnas
con una lamparita de aceite en la mano, lo que le permitió observar, anotar,
evaluar… también de noche, y a la postre salvar aún más vidas. De pequeños,
como es lógico, pensaban que aquella historia era solo eso: un cuento. Una mera
ficción para reforzar aún más esa exhaustividad, ese ahínco que mamá siempre les
quiso transmitir. (1)
Justo ahora, a las cuatro y
pocos segundos de la madrugada, cuando ambos coinciden frente a la cama de
Sonsoles porque han escuchado un chasquido (más bien ha sido un temblor eléctrico
en la ventana, pero ellos no lo saben), Rober ha encendido la linterna del
móvil para no dar ninguna otra luz y poder verlo todo bien (niveles de los
goteros, color de piel, saturación, ritmos, constantes…). Han comprobado que las
máquinas funcionan, que todo va normal, aunque saben que ya le queda poco,
pobre. Entonces Sandrita se ha acercado más y se ha topado con la despampanante
sonrisa de Sonsoles, brillando ante la tenue luz. Y entre mellizos se ha establecido
una conexión neuronal que les ha llevado de golpe a ese cuento de antaño. Y
susurran algo al respecto.
Y… ¿Qué ha pensado Sonsoles
a las 4? Huy, resulta que Sonsoles se estaba muriendo tranquilamente cuando la
ventana de su habitación se ha visto iluminada por un gigantesco relámpago, lo
cual ha provocado una subida de tensión, un temblor en cadena, un brutal espasmo
del músculo cardiaco y… voila: una
pequeña prórroga, - venga Sonsoles, calienta,
que el entrenador te deja jugar unos minutitos más, ¿estás contenta? - Bueno,
pues no estoy para carreras, pero trataré de aprovecharlo, gracias, míster.
Por eso Sonsoles está ahora atenta,
con el reservorio de energía cerebral que el rayo le ha regalado, a los
susurros de sus dos nietos, que pululan a su lado mientras ella se echa la
siesta. Y no le importa en absoluto que no la dejen dormir, ni que hayan
encendido la luz de la casa del pueblo. De hecho prefiere seguir escuchando el
ruido de sus carreras, sus juguetes, sus carritos y sus voces que, por cierto,
cómo han cambiado. Se inventa que la abrazan todo el rato. Y que cuentan
chistes. Y que sonríen con ella. Luego hay un tonto paréntesis y le vienen flechas
de un virus, de tristeza, de soledad, de caos… pero enseguida su alma moribunda
cambia el chip y vuelve a centrarse en la fea pero anestésica luz del final del
túnel. Y esa poca energía cerebral (fíjate lo que dura, eehh) le da para
bromear consigo misma: ¿quién pagará esa
factura?, ¿será un túnel de varios carriles y doble sentido, como el de
Guadarrama? (¿te imaginas?) Y, de repente, el hachazo espacio temporal provocado
por el relámpago de hace dos minutos le hace abrir los ojos. Zas. Y es que hay
que levantarse, jolines, porque ese rayo fijo que ha caído en la encina de al
lado del gallinero, y verás tú. Vosotros quedaros aquí, niños, que ya va la
yaya. Y por eso, porque ha oído el crujir de las ramas, por eso ha abierto los
ojos Sonsoles.
(NOTA IMPORTANTE: Ese
momento de apertura de ojos, unido al de la sonrisa burlona que aún mantiene, coincide
con la que después quedará anotada como la hora de su muerte: las cuatro y dos.
Levemente errónea, aunque… total, por un minuto más o menos tampoco vamos a
discutir)
Pero sigamos con el hachazo:
tardía en reflejos, Sonsoles ha abierto los ojos como reacción al rayo de hace
100 segundos y, tras recibir en las pupilas la luz del móvil de Rober…
fssssssuisssss: anciana absorbida por el túnel. Es entonces cuando de golpe se
le aparece una mujer con un disfraz de enfermera antiguo, portando una lamparita
de aceite. Y al principio se asusta, porque además alrededor suyo hay cientos
de camas con hombres jóvenes, heridos, amputados, moribundos… y huele a guerra.
Mucho. Pero después observa la mirada de la joven; una mirada limpia, serena,
tierna… pero a la vez intuitiva, audaz, exhaustiva, minuciosa, sagaz, precisa,
brillante. La mirada de la confianza. Una luz en medio de la oscuridad. Como
esa dichosa del túnel. Y eso le da paz. Pero… un momento… al lado hay otra
mirada. Dos, dos miradas, como las de sus nietos. O cuatro, ¿cuatrooo? Bueno, qué
más da, igual son ocho. 8, 7, 6… ¿Luces a contratiempo en medio de la
oscuridad? Puede. Al final va a ser verdad
lo del doble sentido del túnel, habrá que conducir con cuidado, bromea
Sonsoles para sí. 5, 4, 3… Conducir,
jugar con los nietos, correr hasta la encina para ver si el rayo se la ha
cargado… Demasiadas tareas, dice Sonsoles, que intuye que ya llega el final
de verdad… 2, 1, 0… Fin del partido. Las cuatro y tres (ésta hubiera sido la buena,
la hora exacta, pero da igual, eehh).
Ahora, en este instante
madrileño en que se mezclan los últimos devaneos mentales de Sonsoles, su
muerte, los vertiginosos aprendizajes de los dos cerebritos mellizos, la
desesperación/frustración/ganas de que les trague la tierra/ de sus compañeros…
Justo en este minuto tan crítico a nivel vital, hospitalario, mundial, lo
verdaderamente provechoso de la historia sería saber qué ocurrió justo dos
siglos antes, a miles de kilómetros, un día como hoy a las 4 de la mañana, en
el umbral de la puerta de un hospital de campaña en plena guerra, en el centro
neurálgico del cerebro de Florence Nightingale, mientras la inseguridad
atravesaba su alma con flechas de comentarios, miradas de reprobación, celos,
recelos, frustraciones…
… Pues resulta que ese mismo
día, casi dos siglos antes (para ser más precisos, en 1855), justo a las 4,
también cayó un relámpago sobre un árbol cercano al cuartel de Scutari,
convertido entonces temporalmente en hospital militar. Dibujemos el marco:
El mar del Mármara rugía especialmente esa
noche. La tormenta forzaba las juntas de los tablones y silbaba entre las
cristaleras, y el rayo en cuestión tuvo a bien partir en dos un árbol enfermo
pero precioso. Justo uno de esos árboles que Florence, en sus paseos matutinos,
contemplaba analíticamente (como todo lo que hacía), y a los cuales había visto
contagiarse y estropearse en cuestión de semanas. Le hubiera gustado tener más
conocimientos de botánica, saber más sobre esa misteriosa enfermedad vegetal, pero
al fin y al cabo eso no era lo suyo. Y el relámpago acababa de segar de cuajo ese
sufrimiento. El reloj marcaba justo las cuatro y tres cuando, a la par que crujieron
las ramas, un fuerte chasquido eléctrico se originó también en el cerebro de
Florence. Un hachazo, pero en este caso renovador. Un electroshock de confianza.
Ella aún no lo sabía, porque en medio del fogonazo que iluminó monte, ventana y
cerebro, la enfermera solo vio momentáneamente un hospital. ¿Como el de
Scutari? No, infinitamente mejor. Un hospital inmenso, con camas limpias,
suelos limpios, material aséptico y cientos de personas con movimientos y
acciones programadas, medidas… Todo calculado matemáticamente. Ah, y también… el
rostro de una anciana de sonrisa burlona, que la observaba desde su cama. Y,
por algún motivo cuántico, los engranajes encajaron de golpe. El camino de
Florence, que ya de por sí era el correcto, apareció señalizado. Hay que
seguir, se dijo. Hay que seguir analizando parámetros. Temperatura, humedad,
ventilación, evoluciones, deposiciones, respiraciones… orinas, llagas,
coloraciones, palideces, manchas en la piel, escaras, latidos, frecuencias…
hasta cada gota de sudor… todo lo que pueda ser anotado y cotejado debe ser anotado
y cotejado. Exhaustivamente, cada hora, día, semana, mes. Y hacer estadísticas
precisas. Todo eso, sin avisar, se asentó en el matemático cerebro de Florence
Nightingale mientras veía, por única imagen, a las 4 y 3 de la madrugada, la pintoresca
sonrisa de una anciana de 82 años. De una viejecita que, como aquel árbol, tan
solo se quería morir ya de una vez, que ya tocaba.
Y… solo nos quedaría saber, para la
próxima, qué pasó con el gallinero, o qué pensó la encina cuántica. O qué
sintió el pobre relámpago, que al fin y al cabo es el héroe en la sombra. Porque
los árboles piensan, y los relámpagos, aunque tengan una vida fugaz, también tienen
sus sentimientos. Y, como todo lo importante, si os fijáis, tanto árboles como
relámpagos como neuronas… trazan líneas de varias direcciones. De arriba a
abajo, de abajo a arriba, para allá, para acá… Senderos extraños entre el cielo
y el subsuelo. Entre consciente y subconsciente. Caminos ficticios o reales, quién
sabe si cuánticos, pero de seguro multidireccionales, como los de cualquier
historia que se precie. Como los de la propia historia de la humanidad.
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